25 febrero, 2011

Medias tintas

¿A quién tratáis de impresionar? Para haceros los gallitos, qué menos que un aro en la nariz. No digo un pendientejo de esos de chichinabo, eh, sino una argolla como las que se les coloca en el hocico a las vacas.

Porque, en el mundo los piercings, elegir las uñas representa lo mismito que las calcamonías (la RAE, entre otros, dice que son calcomanías, pero suena mucho peor) dentro de la cultura del tatuaje. Que vale que en su día resultaba la mar de punk clavarse veinte imperdibles en la trenca, pero estamos en el s.XXI: quemarse a lo bonzo ha dejado de ser lo mismo que ensalivar la punta del dedo y darle un toquecito a la plancha para ver si está lista.

Llamar piercing a una incisión en la uña deja abierta una vía para el martirio de sofá, donde pasarse el cepillo por el pelo convalida como escarificación. Y no. Estas cosas hay que cortarlas de raíz.

O los miembros de las típicas tribus africanas raras que se colocan un disco en el labio inferior para deformárselo, qué me decís de ellos. A mí eso no me dice nada, que cuando visité Covadonga me metí entero en la boca un caramelo de los gigantes cuyo envoltorio lleva una imagen de la Santina. El cuerpo de la madre de Cristo.

Tres cuartos de lo mismo con las mujeres que se colocan cincuenta aros en el cuello para estirárselo y disfrazarse en Carnaval de jirafas: ¿para qué tanto cuento si con ponerse un jersey de cuello de cisne del Primark ya les colocan la medallita de exotismo en el carné de exploradoras?

Las cosas, si se hacen, se hacen bien.

No hay comentarios:

Publicar un comentario