16 octubre, 2010

Sociedad

Cuando Fincher nos muestra a Mark Zuckerberg, creador de Facebook, como un cretino, durante la escena que sirve de introducción para The Social Network, no solo está (además de desplegando algunos elementos cuyo papel oscilará entre la anécdota, como el remo, y el McGuffin que desempeña la Rosebud de carne y hueso a la que le toca recibir la perorata) presentando a la figura alrededor de la que se articula el discurso fílmico en su totalidad, sino también a la propia narración, cuyo montaje, confuso al principio, caprichoso siempre, inconexo las más de las veces, sigue el ritmo de la conversación de su protagonista.

A pesar de que en un vistazo somero nos parezca reconocer un retorno a los orígenes (al que también contribuye que se asocie de nuevo con Trent Reznor, líder de los congelados Nine Inch Nails, que aquí está a cargo del score y en Seven había dotado a los comentadísimos créditos de fondo musical) del responsable de The Game, cuya obra comenzó marcada por sus antecedentes como director de videoclips, las elecciones narrativas no responden a la voluntad del cineasta de dejar su marca sobre la cinta, sino, más bien, a canalizar la tarea de conductor que recae, de manera indiscutible, sobre el propio Zuckerberg, encantado con el perfil que de él se traza durante la película: su drama no reside en su comportamiento frío y carente de empatía; el problema es que actúa así por voluntad propia y está encantado.

El único momento en el que la visión del joven magnate y el punto de vista de la película divergen coincide con los rótulos sobreimpresos que, pagando el tributo que no perdona el (nada reprochable: es obvio que se trata del principal reclamo comercial, pero hace ya tiempo que dejó de considerarse un demérito ganar dinero) formato "based on a true story", informan de los multimillonarios resultados de los juicios, cifras que para el CEO de Facebook suponen mera calderilla ("una multa de tráfico", se explica), y cuya importancia reside nada más y nada menos que en la derrota moral para el hombre que no acostumbra a mirar atrás, salvo, precisamente, en el instante de la película donde se le intuye un principio de humanidad, y que es el que acompaña a esos títulos. Una humanidad en la que el teclado funciona como un intermediario imprescindible, habida cuenta del desastroso resultado del fortuito acercamiento previo, en carne y hueso, tras su ruptura. No olvidemos que durante todo el metraje se hace hincapié (se pronuncia explícitamente en varias ocasiones) en los pocos amigos que tiene el hombre cuya aclamada obra consiste en una red de amistad: el verdadero Mark solo existe aislado con los cascos y programando con su portátil.

Nótese que, en todas las ocasiones en que he mencionado a Zuckerberg, me refiero al personaje y no a la persona real, cuya vida y milagros desconozco por completo, salvo por la visión que se muestra en este filme, basado en un libro escrito por un señor y adaptado por Aaron Sorkin, el hombre detrás de El ala Oeste de la Casa Blanca, y cuyas relaciones con el cine no habían sido precisamente satisfactorias hasta la fecha. Y, ya de paso, aprovecho para reseñar el papel anecdótico que desempeña Rashida Jones, la comercial que irrumpió más rápida que una bala y con la precisión del bisturí de un cirujano plástico en la tercera temporada de la encarnación americana de The Office y que abandonó la serie un tiempo después tras la peor decisión que se recuerda en la historia de la pequeña pantalla, cuando Jim Halpert elige a Pam Beesly ante Karen Filippelli, el personaje que interpretaba Jones. Casi, casi tan mala como I love you, Man, que se cuenta entre lo más desastroso de la factoría Apatow y en la que ella era protagonista.