15 enero, 2017

Laísmo

El boca a boca, además de ser el título de una de las comedias del dúo Gómez Pereira-Oristrell que tanta risa nos daba hace ya veinte años (confiemos en que si, Dios no lo quiera, vuelven los noventa, no se traigan consigo estos efectos secundarios), es el sistema que se impone una y otra vez a las campañas publicitarias y que ha conseguido cargarse la carrera como director de Kevin Costner (para bien) o Michael Cimino (ya menos).

¿Cómo funciona esto? Pues tú te encuentras a Chema, el de compras, por la calle y el buen hombre te explica que no puede ser eso de que aún no hayas ido a ver la última del Amenábar, que va de una científica que es listísima, pero que acaba por pedir la eutanasia. ¿Vais viendo el rollo?

La clave del éxito de este modo de difusión reside en su insistencia: los millones solo pueden pagar paneles en autobuses o a Susanna Griso explicando en un aparte las innumerables cualidades del film, mientras un rótulo sobreimpresionado nos advierte de que se trata de un anuncio y que, por una vez, no debemos tomarnos al pie de la letra sus palabras; sin embargo, los evangelistas no remunerados del producto no cejarán hasta que no aceptemos la necesidad de seguir sus consejos.

Afortunadamente, vosotros, lectores de este blog, a la imagen de vuestro pastor, no solo sois gente escéptica, sino que, como tiene que ser, estáis cargaditos de prejuicios, por lo que la mera existencia de una de estas corrientes os sitúa alerta y proclives, en todo caso, a evitar la obra difundida por los portadores de la buena nueva.

He aquí el problema: ¿cómo evitar ganarse un enemigo en el departamento de compras? Desde luego, decirle que ese muermo nos interesa tanto como el congreso del PSOE no es una opción viable a menos que pretendamos convertirnos en el snob del curro, y aún menos aconsejable resulta responderle desde la condescendencia, porque se nos va notar. Si queremos salir indemnes de este lance, nuestra única alternativa pasa por cambiar de tema de forma elegante.

¿Cómo? Pues aquí van una serie de ejemplos extraídos de la vida real que os podrán ayudar cuando os encontréis en una situación como esta.

Va uno:
— ¿En serio no has visto aún La La Land?
— ¡A mí el único La la la que me gusta es el de la Massiel, jojojo!
Otro:
— La sexta de Juego de tronos merece mucho la pena.— Macho, yo si quiero ver a un enano ya me pongo el partido del Barça, equisdé.
Y ya el último, con el que espero que la estrategia quede lo suficientemente clara:
— El último de Paulo Coelho me ha cambiado la vida.
— Ya, ¿pero a que no sabes qué músculo es el coelho? ¡Pues el que va desde los cojones hasta el cuello, jajaja!
Como siempre, a vuestra disposición para compartir con vosotros los consejos que constituyen la receta de mi éxito.

28 septiembre, 2014

Oscuridad

Por circunstancias (expresión que resume y endulza que no me sale de ahí abajo daros más explicaciones), me encontraba yo el otro día buscando en Youtube un fragmento televisivo muy conocido en su momento y correspondiente a la primera mitad (2000-2004) de la década pasada.

Pues resulta que ni rastro: mientras que hasta la mayor irrelevancia de los noventa o de nuestros días encuentra su hueco en Internet, el referido período vive un completo olvido digital, sin que uno discierna de manera inmediata la explicación para este fenómeno, que parece contradecir una lógica que dictaría que, conforme avanzan las tecnologías, crece la accesibilidad a todo tipo de informaciones.

Parece contradecirla y, efectivamente, la contradice: es precisamente el progreso de la codificación, el paso del analógico al digital, el causante de este lustro de silencio. Mientras que los hogares de los noventa contaban con un elemento, el VHS, que servía al tiempo para reproducir y para grabar, su sustituto, el DVD, llegó siéndolo únicamente en la primera de estas facetas.

Celosos del espacio en sus salones y seducidos por estos avances, pocos fueron los que hicieron compartir balda a ambas tecnologías y, en la mayoría de los casos, el VHS se fue a la basura como un cacharro obsoleto, si bien no sería hasta bastantes años después cuando los dispositivos de grabación digital redujeron sus precios lo suficiente para que los hogares recuperasen esta función que nunca debió abandonarlos; entre tanto, el silencio.

Y por eso nadie tiene ese vídeo de Ricky Martin. Porque pasar, pasó.

13 septiembre, 2014

Grupal

Lo de la censura es algo que, por lo general, provoca sensaciones ambivalentes: a nadie le gusta que le digan lo que tiene que hacer, pero todo quisqui, artista o no, alberga la secreta esperanza de que cuatro señorines lo reafirmen diciéndole que lo suyo no puede ser, que eso ataca directamente a los cimientos de la sociedad actual.

Este mecanismo que en el siglo XXI toma la forma de un administrador de Fotolog que te chapa la cuenta por subir una foto en la que sales cagando, lo llevaba hace cincuenta años en España un pelotón de los torpes que tenía encomendada la salvaguarda de los valores fundamentales de un régimen tan memo como asesino.

Huelga decir que esta misión, honrando el espíritu del "Muera la cultura", le era encomendada a un hatajo de mentecatos que a duras penas era capaz de hacer la o con un canuto, lo que posibilitaba que se les colasen de manera sistemática goles por toda la escuadra mientras ellos se afanaban en cubrirle un centímetro más de tobillo a María Asquerino.

Era aquella una época en la que los Pokémon se encontraban aún en estado larvario y los nenes buscaban el entretenimiento en tocar los huevos por ahí a todos los que pillasen por banda, que eso no ha cambiado, pero también en gastarse el duro de la asignación en tebeos, industria monopolizada o casi por la Editorial Bruguera, tan negrera en lo que se refiere al trato hacia sus dibujantes como inofensiva a los ojos del régimen.

Y así, discretamente y con rima consonante, como tiene que ser, se paseó Francisco Ibáñez con la pichina fuera ante las narices de los inoperantes censores, atacando directamente a una de las instituciones básicas del franquismo (Dios, patria y familia): en 1958, el mismo año en que se promulga la Ley de principios fundamentales del movimiento, el dibujante tiene a bien sacarse de la manga a La familia Trapisonda, un grupito que es la monda.

Con este pareado de apariencia banal, el autor catalán degrada a la categoría de anécdota un pilar de la dictadura: la familia no es más que, a fin de cuentas, un "grupito", lo que, efectivamente, se materializaba en unas viñetas que reflejaban cómo esta institución inviolable estaba constituida por individualidades cuyo único objetivo era el bien propio, puteando si hacía falta (y si no, también) al resto para lograrlo.

Nada más efectivo que una rima, nada más inútil que un censor: esta es la moraleja que pretendía compartir con vosotros, amigos.

26 febrero, 2012

Una terapia peligrosa

Cuatro años después de Promesas del Este, un proyecto como Un método peligroso sonaba como lo más adecuado para poner fin de una vez por todas a la errática transición que David Cronenberg había iniciado durante la década pasada, que cerró pareciendo más el titiritero de Viggo Mortensen que el personalísimo cineasta cuyo universo no dejaba de expandirse, ya fuese desde material ajeno, aunque muy próximo a sus inquietudes (Crash) o a partir de guión propio (eXistenZ).

Dicha transición, en cuanto tal, no se podía malcerrar con una ley de punto final que amnistiase a todos los contendientes, sino que exigía bien una vuelta a los orígenes (para la que un tema como los inicios del psicoanálisis actuaría como estupendo catalizador), bien dejar atrás su cara más sórdida para asumir finalmente un nuevo rol dentro de un escalón en el que la renuncia a la serie B conlleva el premio de trabajar con holgura de medios y el acceso al primer nivel del star system. De estas dos opciones, la primera parece la más deseable, aunque no a cualquier precio: recuperar en piloto automático las características de una etapa pretérita de la obra, no por convicciones propias, sino con la esperanza de contentar a una crítica y público decepcionada ante los diferentes derroteros que había tomado el autor, suele conducir a obras tan aparentemente continuistas como esencialmente inocuas, caso, por ejemplo, del retorno de Martin Scorsese al cine de gángsters con Infiltrados, cuyo balance resultó más cercano a la enésima secuela de Ocean's Eleven que a Casino.

Si bien es cierto que una primera inspección podría apuntar a un relato con tintes de miniserie de la BBC, pronto aparecen la amoralidad y la puesta en cuestión de las convenciones de la vida en sociedad: Un método peligroso no puede entenderse sino como un remake de Crash. El alter ego del espectador que se interna en un mundo donde ninguna de las reglas que conocía valen ya no es James Spader, cuya inexpresividad hubo quien achacaba a sus (evidentes) nulas capacidades actorales; en este caso, el rol lo desempeña Michael Fassbender, que en su encarnación del Dr. Jung hace gala de un apocamiento que en nada desmerece el de su predecesor, si bien nadie duda, tratándose del actor de moda, de que su ingenuidad es la del explorador primerizo, la de Kyle MacLachlan encontrándose la oreja llena de hormigas en Terciopelo azul.

Si Spader era seducido por el inefable líder de la secta interpretado por Elias Koteas, Vaughan (menos inefable, de todos modos, que su tocayo de los siniestros cursos de inglés), de eso se ocupa aquí Viggo Mortensen, lo que establece un segundo paralelismo con la carrera del propio director, que utiliza las bobinas de película como antídoto para recuperarse del influjo del actor, a quien venía filmando en sus anteriores trabajos desde un objetivo que traslucía el enamoramiento. El Freud de Mortensen engatusa repetidamente a un Jung que con su confianza en sí mismo oculta su verdadero papel de Monchito en las manos del José Luis Moreno (en todos los sentidos) que es Freud.

Ídem, sin entrar en demasiados detalles, para Rosanna Arquette y Keira Knightley o Deborah Hunger y Sarah Gadon, la esposa de Jung que, sin llegar a involucrarse de igual manera que la del Ballard ficcional (si James Spader se llamaba James Ballard, a nadie sorprendería que aquí Fassbender respondiese al nombre de David Cronenberg), acaba por aceptar las reglas de un juego al que no permanece ajena desde la sala de partos. Pero es, sin embargo, en la escena final en la que se manifiesta en toda su magnitud la repetición de la fórmula: no es necesario el accidente de coche para que Jung y su amante conviertan, una vez más, lo anormal en normal.

24 diciembre, 2011

Festival de Gijón 2011

A ver cuándo fue la última vez que les lancé unas migajas a mis sufridos seguidores... agosto, nada menos, y encima era una mierda sobre las preposiciones y sabe Dios qué, que nadie entendió. Y pensabais que, al menos, las crónicas del Festival de Gijón, una de las dos tradiciones (la otra son las listas de lo mejor del año)  de este blog, no os las escamotearía. Pues estabais en lo cierto: llegan con un mes de retraso, bien digeridas ya, pero aquí está el resumen de uno de los mejores festivales en muchos años.

Viernes 18

Where the Boys are, de Bertrand Bonello
La retrospectiva tan acertadamente dedicada a Bertrand Bonello en esta edición tenía como platos fuertes su primera y última películas, las únicas de su filmografía inéditas en la red (en salas españolas, como de costumbre, lo está en su totalidad); sin embargo, este corto las adelanta por la derecha con sus poderosas imágenes de juventud y sus nada sutiles metáforas de minaretes y pollas. Lo mejor que ha rodado el francés jamás.

Quelque chose d'organique, de Bertrand Bonello
Opera prima lograda, aunque carente del estilo que comenzaría vislumbrarse en Tiresia (aprovecho la ocasión para desvincular Le pornographe del núcleo de su obra). El gusto por una sordidez con encanto, relaciones más extraterrestres que humanas y la sobriedad son aún apuntes, aunque el carboncillo lo guíen las mejores manos.

Sábado 19

The Future, de Miranda July
La imprescindible película buenrollista de todo festival, con personajes frágiles, desorientados y que optan siempre por las peores decisiones del abanico. La estrategia clásica de obligar al espectador a identificarse con unos marcianos que no lo son tanto, pero que en esta ocasión resultan menos cargante de lo acostumbrado.

Buenas noches, España, de Raya Martin
Con una resolución similar a la del primer fragmento de Autohystoria, a lo que se añade la elección de escenas monocromáticas, la renuncia a la banda de sonido, alquilada a la feria del pueblo o la reiteración de fragmentos en loop, al final solo queda en pantalla la imagen. Intentaré dedicarle un post completo a esta obra maestra: recordádmelo.

The Ballad of Genesis and Lady Jaye, de Marie Losier
La francesa era uno de los nombres a los que Gijón le había concedido más espacio en los carteles, anunciándonos a una artista con mayúsculas: sin embargo, el arte no está en esta ocasión detrás de las cámaras, sino delante, gracias a la sobrecogedora historia de los protagonistas mencionados en el título, miembros de la banda Psychic TV, que lograron una obra mayor utilizando únicamente sus cuerpos. Losier se limita a ejercer de testigo, de notaria.

Domingo 20

Dark Horse, de Todd Solondz
Algo así como todo lo contrario a The Future: todo aquí es desagradable, obsceno, asqueroso. Los personajes son bien reales, pero nadie en su sano juicio se identificaría con ellos. Y, para acabar la contraposición, a diferencia de la propuesta de Miranda July, esta no hay por donde cogerla. Lo peor proyectado en todo el festival.

L'Apollonide, souvenirs de la maison close, de Bertrand Bonello
El film del que más esperaba a priori y que responde a la magnitud de las expectativas. Crónica de un burdel mediante las relaciones entre las prostitutas que en él sirven, aunque suene a transgresión sacrílega de chichinabo, la mayoría de secuencias de Thérèse, de Alain Cavalier, serían intercambiables con las suyas, a pesar de la distinta naturaleza de los oficios del elenco protagonista. Memorables las escenas del llanto lácteo y el aterrador epílogo. Algo menos comprensible el giro de cámara de 360 grados en medio de una factura tan sobria.

Ingrid Caven, musique et voix, de Bertrand Bonello
Casi dos horas de concierto de la vedette alemana rodados por una cámara para la que Bonello no desea en ningún momento el menor protagonismo, consciente de que lo que hay en escena tiene la fuerza suficiente para funcionar sin ningún tipo de aderezo o montaje. Ni más, ni menos.

Lunes 21

La guerre est déclarée, de Valérie Donzelli
El dolor, la alegría y de nuevo el dolor. Lo de siempre: algo que agrada no tanto por méritos propios (que los hay, y muchos), sino por lo que podría haber sido de caer en las manos equivocadas. El temor al exceso o a los lugares comunes se disipa una y otra vez para dejar un regusto agradable en la manera con la que se aborda un tema tan delicado.

This is not a Film, de Jafar Panahi
¿Ante esto qué se puede decir? Que la idea es muy pícara, que no cabe duda de que todos los demócratas apoyamos al artista y no al régimen tirano que encarcela las ideas. Pero, desgraciadamente, y por mucho que se hayan enfadado las autoridades iraníes, poco del talento del realizador ha logrado burlar el cortafuegos como polizón de esta patera que toca tierra firme casi vacía.

Martes 22

El estudiante, de Santiago Mitre
Otra de las que hay que apoyar sí o sí, en este caso por estar realizada de manera francotiradora, renunciando a todas las fuentes de financiación y, por tanto, libre de sus ataduras. Sin embargo, y a diferencia de lo que ocurría con Panahi, aquí las limitaciones no truncan un discurso decidido y una narrativa gracias a Dios menos chillona de lo que podríamos haber sufrido de haber caído este proyecto en manos del cine argentino oficialista. Federico Luppi como candidato a rector, imaginaos. Los pelos de punta.

Faust, de Alexander Sokurov
Entre la comedia ligera e inocente y el drama más demoledor, Sokurov traslada el mito a su territorio, manejando al espectador como un títere al que transmite el agobio inmediato de los recovecos por los que se van moviendo los siniestros personajes durante la mayor parte del metraje, así como la intensidad e inmensidad de los espacios abiertos por los que discurre el espeluznante y hermosísimo tramo final.

Low Life, de Nicolas Klotz y Elisabeth Perceval
Si La question humaine retomaba un texto de Shoah, de Claude Lanzmann, para reflexionar a propósito del juego de sumisión entre la empresa, como ente totalitario, y el asalariado, aquí el duo Klotz/Perceval recupera Le diable probablement para enunciar un ensayo de factura, lógicamente, bressoniana sobre el control que el poder ejerce sobre la sociedad, utilizando, no tanto como excusa, sino como ejemplo, las políticas de inmigración en la Francia de Sarkozy, a pocos meses de unas presidenciales en las que la perspectiva de acabar con el gobierno de la UMP parece posible, aunque preocupa el rol que pueda desempeñar Marie Le Pen, a la que las encuestas de intención de voto otorgan alrededor de un alarmante 20% de los apoyos.

Life without Principle, de Johnnie To
Para el que se temiese otro Don't go breaking my Heart, el consuelo de que aquí, aunque no se produzca un solo tiro a lo largo de todo el metraje, sí que hay violencia en pantalla. Sin grandes set pieces, pero sí con muchísima mala leche en una patada en las narices del sistema financiero más que coherente con la filmografía del hongkonés.

Miércoles 23

Los pasos dobles, de Isaki Lacuesta
Ensayo fílmico plagado de imágenes y recovecos por los que resulta fácil perderse si no se le conceden los cinco sentidos a tiempo completo. Como uno se dedique a pensar en la cenorra que se va a pegar con las dietas que le paga el periódico, se perderá un espectáculo que merece mucho la pena.

Eighty Letters, de Václav Kadrnka
Festivalada ad-hoc que resulta especialmente insultante dada su condición de autobiografía, barnizada con todos los vicios del cine que solo tiene "de autor" las intenciones. Silencios, planos sostenidos que no conducen a ningún lugar, salvo a festivales como el de Berlín o el de Gijón que han caído en las telarañas de un mercenario del séptimo arte.

Hors Satan, de Bruno Dumont
El premio gordo con las dos aproximaciones de Gijón. Como el francés, otro protegido del festival, Reygadas, había tratado de realizar una jugada similar en Luz silenciosa, pero aquella instalación se desbarataba a poco que la rozases al pasar; sin embargo, todo aquí funciona a las mil maravillas, Dumont puro, con los mismos personajes, encarnados por cuerpos diferentes, donde se lleva el laconismo por bandera; casi deficientes mentales, casi niños cuya expresión solo tiene cabida a través de los sentimientos y los actos totales.

Sábado 26

Stereo, de VV.AA.
Agradable colección de cortos con factura portuguesa, entre cuyos firmantes se reconocen nombres como el de Sandro Aguilar, que hace unos años colocase Gijón a sus pies con su brillante opera prima, A zona. Todos muy breves, se agradece que no traten de aprovechar al máximo el tiempo del que disponen, saturándolo, sino que simplemente cuenten lo que tienen que contar. Ni más ni menos.

Palacios de pena, de Gabriel Abrantes y Daniel Schmidt
Fábula en forma de cortometraje que, en su tramo central, abandona lo que estaba contando para entrar en otra metafábula, a través de los labios de la abuela, la narradora de esto. Libérrima, transmite en todo momento lo que sienten sus realizadores, sin estar maniatados ni por una narrativa convencional, ni por un estilo determinado. Esto sí que es arte.

Música campesina, de Alberto Fuguet
Más que sobre el inmigrante, una reflexión reposada sobre la mitosis que la cultura del anfitrión ejerce sobre la del huésped, un fenómeno que habitualmente se disfraza con términos positivos como "integración", pero que tiene más de alienación: reemplazar, en lugar de sumar. Desgraciadamente, Fuguet opta por una solución similar a la que Médem emplease años atrás en Caótica Ana, aunque, por fortuna, resulte menos escatológica: harto de tragar, el protagonista busca una redención demasiado obvia a través de una guitarra y un micrófono.

Au bord du monde, de Cécile Bicler y Hervé Coqueret
Primero de los tres mediometrajes (a continuación, los siguientes) de la selección de la productora Mezzanine Films y el más resultón de todos, con una historia que oscila con éxito entre el drama absoluto de un Azul, de Kieslowski, y el terror de arte y ensayo de Trouble Every Day.

Vourdalak, de Frédérique Moreau
Menos afortunada la segunda entrega, empeñada en forzar un humor que se pretende francés clásico, con señorín paranoico y chica que le sigue el rollo (volviendo a aquella trilogía del polaco, esto sería Rojo), pero se queda en el intento.

Petit tailleur, de Louis Garrel
Historia de amor con más ganas de ser preciosa que resultados tangibles. La que sí lo es, quizá incluso más gracias al blanco y negro que la retrata, es Léa Seydoux, que devora la pantalla desde el primer momento en que aparece.

27 agosto, 2011

Discriminación por razón de sintagma

No solemos detenernos a pensar en ello, pero ser preposición es bastante mierda. Sustantivos y adjetivos se pueden pavonear por ahí de que tienen género y número, salvo algún que otro ejemplar rarito (el maquis bastante tiene con ocultarse en el monte, qué van a andar pensando en virguerías). Incluso los determinantes, lo más parecido al niño tonto con padre rico, el que tiene simultáneamente la Playstation 3 y problemas para que la saliva no arroye a lo largo de su barbilla, disfrutan de esa riqueza.

Pues la preposición se queda sin número (para pensar en orgías están ellas) ni género. Hasta el ficus se lo pasa mejor que ellas, así de jodidas andan. Algunos estudios les adjudican una descendencia a través de gemación, pero todo apunta a que la comunidad científica trata de hacerles un favor, de sacarles de ese apuro disimulando sus miserias.

A pesar de la inmunda existencia preposicional, este Harlem sintáctico todavía tiene tiempo para desarrollar subclases, para oprimir al hermano en lugar de aliarse con él. Cuando durante y mediante quisieron sumarse a la fiesta (vete tú a saber por qué: como quien se hace deshollinador), llegaron a la rave la mar de felices, al ver que sus nuevas compañeras podrían ser un poco muermo, pero al menos eran ordenadas, ahí todas por orden alfabético. Para no estropear la presentación, para no pisar el suelo de la cocina, que estaba recién fregada, se situaron respetando ese criterio, colocándose la una por la de, entre desde y entre, y la otra por la eme, en el huecazo que había formado entre hasta y para.

Al principio distraídas y silbando, en su ingenuidad, no tardaron en percibir las miradas y los codazos entre las demás, que acabaron por traducirse en un toque de atención por parte de bajo, la más fascistona de todas, que les hizo notar su error: el convenio indicaba claramente que el orden alfabético solo se aplicaba para los vocablos con una determinada antigüedad; los recién llegados tenían la alternativa de, bien ponerse al final, bien irse (esto son palabras suyas, que no suscribo en absoluto) a tomar por el culo. Obviamente, cuando, ya más tarde, llegó vía, sola, las caras la amedrentaron y ya se puso ella en la cola sin que nadie le dijese nada.

Lo peor de ir al final no es el propio hecho del bullying, al que con el tiempo terminas por acostumbrarte, como a todo, sino el servir de herramienta para los cerebrines, los más pedantes de la clase. Los niños repelentes que, una vez enumerada toda la sucesión de preposiciones clásicas, el sector oficialista que detenta el poder, harán una pausa y, justo en el momento en que su interlocutor pretenda abrir la boca, añadirá "y también durante, mediante y vía", para demostrar que él no solo recita como un loro, sino que está al día de las notas de prensa de la RAE. Qué asco das, Sapientín: no te quejes cuando te roban el bocadillo.

29 junio, 2011

Risa

Cuando Ferran Adrià deconstruye la aceituna, esferificaciones mediante, vosotros hacéis así con la cabeza como que lo entendéis, pero, como sois unos berzas, hay que explicaros en qué consiste todo: deconstruir significa quitarle las capas a la cebolla, pasar del artefacto a la molécula, llegando hasta el quark; alcanzar a comprender el fenómeno de una manera tan íntima que uno se encuentre en condiciones de volver a juntar el rompecabezas si lo considera oportuno. Los reclutas no montan y desmontan el fusil, sino que terminan por conocerlo a la manera de los griegos: lo deconstruyen.

Una vez presentado el concepto, empezando por el glosario, como Dios manda, pegamos un salto hacia atrás, desde el duodécimo arte, la cocina, hasta el décimo, los chistes (el undécimo lugar lo ocupa, claro, Roger Federer).

Que los mecanismos del humor resultan inextricables es algo que se tiende a aceptar como axioma desde el que se desarrolla toda la teoría de la risa, pero, pertrechado del mecanismo que acabo de extraer de la chistera, trataré (aquí va la línea maestra del discurso que voy a defender) de demostrar que sí es posible estudiar qué activa la carcajada.

Para la demostración, he elegido un chiste de una de las sagas consideradas clásicas dentro de este mundo: Jaimito, que le ganó finalmente a los puntos a la también muy profusa casa de Lepe. Con el objetivo de eliminar cualquier sesgo que pudiese aparecer, no lo cuento yo, sino que he recurrido a Google para encontrar a un aficionado que lo contaba delante del público casual presente en un foro de discusión. Empiezo.
Esto es Jaimito que esta en su casa y le dice a su madre
Introducción correcta, con uno de los clásicos para hincarle el diente, "esto es". Como el protagonista es Jaimito, toda presentación adicional está fuera de lugar. Llega ya la primera falta de ortografía: una simple tilde ante la que, viniéndosenos encima lo que se nos viene, procede casi hacer la vista gorda.
-mama, mama, puedo acostarme con tigo?
Nos sorprende el primer bofetón: es un chiste sobre el incesto y la pederastia o, en el más amable de los escenarios, el estupro. Jaimito, un niño, un varón al que la pubertad le queda aún muy lejos, de repente sale con la ocurrencia de, nada menos, follarse a su madre. Joder, qué apurón va a pasar esa mujer para explicarle que eso no puede ser.
-bueno pero solo hasta que venga tu padre.
¡Toma del frasco, Carrasco! Oye, que me voy a follar a mi hijo, pero solo un rato, eh. Como quien no quiere la cosa. Es un monstruo no solo carente de moral, sino también de discernimiento, que acepta como natural la petición del chaval suyo y accede al capricho para no negarle el gusto, como quien le compra un Pokémon a un nene para que deje de llorar. Es incapaz de separar el bien del mal.
Despues de un ratito llega su padre.
Un ratito: la utilización del diminutivo cuando lo que está ocurriendo en esa casa es lo más repugnante que la mente humana puede imaginar. Una violacioncita, un atentadito, una epidemita: no se pueden emplear recursos cariñosos para conceptos tan inicuos, resulta contrario a la ética del lenguaje castellano.
-jaimito corre escondete en el armario.
Eso, oye. Escóndete, que igual tu padre se enfada si ve que me estoy follando al proyecto que concebimos en común. O no: viendo cómo es esta familia, igual se une a la fiesta.
Jaimito tubo un problema, se pillo el pito con la puerta del armario.
Pero, pedazo de animal, ¿no ves que ese es el menor de sus problemas? Vive en una familia desnaturalizada con una madre que lo viola y un padre que está demasiado ocupado con sus asuntos como para darse cuenta de lo que está ocurriendo a su alrededor. Todos los gentiles nos hemos pillado el prepucio con la bragueta en una u otra ocasión y, aunque moleste en el momento, se pasa al rato sin dejar secuelas ni suponer tratamiento sicológico durante el resto de una vida.
-carino que es esto que hay en el armario?
Podría haberle preguntado qué hace en la cama a las seis de la tarde, toda despeinada y por qué la habitación tiene un olor divertido, pero este señor es muy curioso y le preocupa antes la novedad que esas otras anécdotas que, probablemente, no revistan mayor importancia.
-una radio nueva.
Cuando ya pensabas que tu suspensión de la incredulidad había atravesado exitosamente las más duras pruebas que la ficción psicodélica puede concebir, llega el rien ne va plus: una radio que está dentro del armario pero cuya rueda para seleccionar el dial queda en la mano exterior, justo en la franja en la que confluyen ambas puertas, unida por sabe Dios qué cable o tecnología inalámbrica al receptor. Y que tiene forma de capullo, algo que, una vez asumido todo lo anterior, casi nos lo podemos tomar como lo más natural del mundo.
-voy a provarla.
Cornudo a manos de su propio hijo menor de edad, el padre también tiene otras facetas: se trata de un hombre de ciencia que prefiere no responder a la ligera a todos los interrogantes que se planteaban a propósito de ese extrañísimo transistor sin antes haber experimentado en la medida de lo posible. El método científico: unas vueltas a esa rueda. Ingeniería inversa.
despues de haverle dado unas vueltas...
Ojo, que aquí se acota una circunstancia que afecta al transcurrir del chiste, pero sin acompañarla de un verbo de acción. No es un "Después, dijo Jaimito", sino que el barroquismo analfabeto con el que se viene formulando la chanza ejecuta una nueva vuelta de tuerca (con perdón: je, je) e introduce en escena un recurso recuperado desde los tiempos del cine mudo: el intertítulo.
-Radio nacional jaimito una vuelta mas y me jodes el pito.
La punch line: una puta rima. He atravesado el horror para esto, para que Godot no llegue.

Una vez concluido, llegamos a la certeza de que el componente incestual no guardaba relación alguna con el tronco de la obra, sino que se articula a modo de desconcertante accesorio cuyos objetivos no quedan demasiado claros: a través de esta cortina de humo, el espectador pierde la noción de la trama principal y se pierde en un mar de reflexiones al tiempo que la pieza alcanza el cénit de la puta rima.

Yo solo quería echarme unas risas, no que me jodiesen la vida.

El enlace. Ivanna, me repugnas.