13 septiembre, 2014

Grupal

Lo de la censura es algo que, por lo general, provoca sensaciones ambivalentes: a nadie le gusta que le digan lo que tiene que hacer, pero todo quisqui, artista o no, alberga la secreta esperanza de que cuatro señorines lo reafirmen diciéndole que lo suyo no puede ser, que eso ataca directamente a los cimientos de la sociedad actual.

Este mecanismo que en el siglo XXI toma la forma de un administrador de Fotolog que te chapa la cuenta por subir una foto en la que sales cagando, lo llevaba hace cincuenta años en España un pelotón de los torpes que tenía encomendada la salvaguarda de los valores fundamentales de un régimen tan memo como asesino.

Huelga decir que esta misión, honrando el espíritu del "Muera la cultura", le era encomendada a un hatajo de mentecatos que a duras penas era capaz de hacer la o con un canuto, lo que posibilitaba que se les colasen de manera sistemática goles por toda la escuadra mientras ellos se afanaban en cubrirle un centímetro más de tobillo a María Asquerino.

Era aquella una época en la que los Pokémon se encontraban aún en estado larvario y los nenes buscaban el entretenimiento en tocar los huevos por ahí a todos los que pillasen por banda, que eso no ha cambiado, pero también en gastarse el duro de la asignación en tebeos, industria monopolizada o casi por la Editorial Bruguera, tan negrera en lo que se refiere al trato hacia sus dibujantes como inofensiva a los ojos del régimen.

Y así, discretamente y con rima consonante, como tiene que ser, se paseó Francisco Ibáñez con la pichina fuera ante las narices de los inoperantes censores, atacando directamente a una de las instituciones básicas del franquismo (Dios, patria y familia): en 1958, el mismo año en que se promulga la Ley de principios fundamentales del movimiento, el dibujante tiene a bien sacarse de la manga a La familia Trapisonda, un grupito que es la monda.

Con este pareado de apariencia banal, el autor catalán degrada a la categoría de anécdota un pilar de la dictadura: la familia no es más que, a fin de cuentas, un "grupito", lo que, efectivamente, se materializaba en unas viñetas que reflejaban cómo esta institución inviolable estaba constituida por individualidades cuyo único objetivo era el bien propio, puteando si hacía falta (y si no, también) al resto para lograrlo.

Nada más efectivo que una rima, nada más inútil que un censor: esta es la moraleja que pretendía compartir con vosotros, amigos.

1 comentario:

  1. Una breve y, no negaré, vaga consulta en Wikipedia nos informa de que ni la simple rima de Francisco Ibáñez pudo escapar a la censura:

    «Un año después Ibáñez cambió los parentescos entre los personajes: la esposa pasó a convertirse en hermana de Pancracio, y los hijos, en sobrinos, sin quedar del todo claro por qué los niños viven en casa de sus tíos. El motivo de estos cambios es que la censura franquista prohibió a las revistas juveniles "toda desviación del humorismo hacia la ridiculización de la autoridad de los padres, de la santidad de la familia y el hogar"».

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