01 abril, 2011

Incendies, de Denis Villeneuve

La circunferencia es el lugar geométrico de los puntos del plano que equidistan de otro, llamado centro; el conjunto de pares (x,y), x,y∈ℝ, que cumplen (x-x₀)²+(y-y₀)²=r², cuyo centro se sitúa en (x₀,y₀) y su radio mide r. No caben las emociones ni los sentimientos a la hora de definir.

Denis Villeneuve, que ya había demostrado una tendencia hacia el cine trazado con escuadra y cartabón en Polytechnique, su obra precedente, no menos ambiciosa que esta, pues se trataba nada más y nada menos que de una nueva toma a propósito de la película más influyente de la década pasada, Elephant, aborda en Incendies uno de los temas más complejos del mundo contemporáneo: los conflictos en Oriente Próximo. Esta tesitura aconseja, casi obliga, al igual que a Isaki Lacuesta en Los condenados, un esfuerzo que tiene muchos puntos en común con este, al quebequense a optar por la abstracción. No estamos en ningún país en concreto, sino que nos encontramos en todos: en realidad, ni siquiera estamos en Oriente Próximo.

Aquí no cabe hablar de un discurso fílmico, ni siquiera de una tesis, sino más bien de un teorema, que ni se narra, ni se expresa, sino que se enuncia. De manera consecuente con la elección del escenario, un mero teatrillo, los personajes no pasan de marionetas y la trama es puro guiñol, en un artificio que el espectador advierte desde el minuto cero, salvo el académico de Hollywood que decidió nominarla, quizá porque se la tomó al pie de la letra.

La proposición que presenta Villeneuve trata de dejar obsoleto el concepto de que la Historia la escriben los vencedores, caduco desde el mismo momento en que las guerras no tienen vencedores ni vencidos, principio ni fin. Lo único tangible es el odio hacia el bando rival, entendido este como un concepto más que unas ideas o unas personas. Los protagonistas de esta película, dos gemelos, deben tomar partido entre otros tantos asesinos: uno de ellos, la autora del relato que conduce la historia, ocupa el lugar del bien, mientras que el otro, su padre, adquiere los ropajes del demonio. Los dos han matado convencidos de una causa inexistente por defender a un bando que les fue adjudicado a través del puro azar, y al que llegaron tras haber militado (más en el plano armamentístico que en el de las ideas) en el polo opuesto.

Aunque en primer término pueda sonar a excentricidad, el segundo referente que merece la pena citar a la hora de entender Incendies sería Kramer contra Kramer. Puede que en la telefílmica obra de Robert Benton, más famosa por su incomprensible victoria en los premios Oscar de 1979 frente a Apocalypse now que por méritos propios, la sangre salpique en menos ocasiones la pantalla, pero el núcleo viene a ser el mismo: un hijo (aquí dos) que es influenciado por uno de los progenitores para situarlo en contra del otro ante una separación; aquí, sin embargo, el protagonista no es Dustin Hoffman, sino el punto de vista de la madre (que no la madre), narradora a través de un testamento que la convierte a ella misma en heroína, por haber sufrido hasta el punto de tener que cometer un asesinato a sangre fría, y al padre de sus hijos en un monstruo por seguir un periplo idéntico, pero desde el otro lado del espejo.

Cualquier lectura que obvie el detalle de que esta circunferencia se ha trazado con un compás y no a mano alzada reparará en la inexistente verosimilitud (¿qué sentido tiene buscarla cuando se explicita el tono de cuento al llevar los acontecimientos a un punto indeterminado de Oriente?), en lo grotesco del desarrollo, marcado por un punto de inflexión que sería imperdonable en una narrativa clásica, de cuyas formas Villeneuve se apropia aunque no asuma sus consecuencias, y acabará por salir espantada de la sala de cine, pero habrá sido injusta con unos planteamientos que son tan honestos como para que los que se sientan engañados no tengan derecho a exigir devoluciones: sabían a lo que venían.