24 diciembre, 2011

Festival de Gijón 2011

A ver cuándo fue la última vez que les lancé unas migajas a mis sufridos seguidores... agosto, nada menos, y encima era una mierda sobre las preposiciones y sabe Dios qué, que nadie entendió. Y pensabais que, al menos, las crónicas del Festival de Gijón, una de las dos tradiciones (la otra son las listas de lo mejor del año)  de este blog, no os las escamotearía. Pues estabais en lo cierto: llegan con un mes de retraso, bien digeridas ya, pero aquí está el resumen de uno de los mejores festivales en muchos años.

Viernes 18

Where the Boys are, de Bertrand Bonello
La retrospectiva tan acertadamente dedicada a Bertrand Bonello en esta edición tenía como platos fuertes su primera y última películas, las únicas de su filmografía inéditas en la red (en salas españolas, como de costumbre, lo está en su totalidad); sin embargo, este corto las adelanta por la derecha con sus poderosas imágenes de juventud y sus nada sutiles metáforas de minaretes y pollas. Lo mejor que ha rodado el francés jamás.

Quelque chose d'organique, de Bertrand Bonello
Opera prima lograda, aunque carente del estilo que comenzaría vislumbrarse en Tiresia (aprovecho la ocasión para desvincular Le pornographe del núcleo de su obra). El gusto por una sordidez con encanto, relaciones más extraterrestres que humanas y la sobriedad son aún apuntes, aunque el carboncillo lo guíen las mejores manos.

Sábado 19

The Future, de Miranda July
La imprescindible película buenrollista de todo festival, con personajes frágiles, desorientados y que optan siempre por las peores decisiones del abanico. La estrategia clásica de obligar al espectador a identificarse con unos marcianos que no lo son tanto, pero que en esta ocasión resultan menos cargante de lo acostumbrado.

Buenas noches, España, de Raya Martin
Con una resolución similar a la del primer fragmento de Autohystoria, a lo que se añade la elección de escenas monocromáticas, la renuncia a la banda de sonido, alquilada a la feria del pueblo o la reiteración de fragmentos en loop, al final solo queda en pantalla la imagen. Intentaré dedicarle un post completo a esta obra maestra: recordádmelo.

The Ballad of Genesis and Lady Jaye, de Marie Losier
La francesa era uno de los nombres a los que Gijón le había concedido más espacio en los carteles, anunciándonos a una artista con mayúsculas: sin embargo, el arte no está en esta ocasión detrás de las cámaras, sino delante, gracias a la sobrecogedora historia de los protagonistas mencionados en el título, miembros de la banda Psychic TV, que lograron una obra mayor utilizando únicamente sus cuerpos. Losier se limita a ejercer de testigo, de notaria.

Domingo 20

Dark Horse, de Todd Solondz
Algo así como todo lo contrario a The Future: todo aquí es desagradable, obsceno, asqueroso. Los personajes son bien reales, pero nadie en su sano juicio se identificaría con ellos. Y, para acabar la contraposición, a diferencia de la propuesta de Miranda July, esta no hay por donde cogerla. Lo peor proyectado en todo el festival.

L'Apollonide, souvenirs de la maison close, de Bertrand Bonello
El film del que más esperaba a priori y que responde a la magnitud de las expectativas. Crónica de un burdel mediante las relaciones entre las prostitutas que en él sirven, aunque suene a transgresión sacrílega de chichinabo, la mayoría de secuencias de Thérèse, de Alain Cavalier, serían intercambiables con las suyas, a pesar de la distinta naturaleza de los oficios del elenco protagonista. Memorables las escenas del llanto lácteo y el aterrador epílogo. Algo menos comprensible el giro de cámara de 360 grados en medio de una factura tan sobria.

Ingrid Caven, musique et voix, de Bertrand Bonello
Casi dos horas de concierto de la vedette alemana rodados por una cámara para la que Bonello no desea en ningún momento el menor protagonismo, consciente de que lo que hay en escena tiene la fuerza suficiente para funcionar sin ningún tipo de aderezo o montaje. Ni más, ni menos.

Lunes 21

La guerre est déclarée, de Valérie Donzelli
El dolor, la alegría y de nuevo el dolor. Lo de siempre: algo que agrada no tanto por méritos propios (que los hay, y muchos), sino por lo que podría haber sido de caer en las manos equivocadas. El temor al exceso o a los lugares comunes se disipa una y otra vez para dejar un regusto agradable en la manera con la que se aborda un tema tan delicado.

This is not a Film, de Jafar Panahi
¿Ante esto qué se puede decir? Que la idea es muy pícara, que no cabe duda de que todos los demócratas apoyamos al artista y no al régimen tirano que encarcela las ideas. Pero, desgraciadamente, y por mucho que se hayan enfadado las autoridades iraníes, poco del talento del realizador ha logrado burlar el cortafuegos como polizón de esta patera que toca tierra firme casi vacía.

Martes 22

El estudiante, de Santiago Mitre
Otra de las que hay que apoyar sí o sí, en este caso por estar realizada de manera francotiradora, renunciando a todas las fuentes de financiación y, por tanto, libre de sus ataduras. Sin embargo, y a diferencia de lo que ocurría con Panahi, aquí las limitaciones no truncan un discurso decidido y una narrativa gracias a Dios menos chillona de lo que podríamos haber sufrido de haber caído este proyecto en manos del cine argentino oficialista. Federico Luppi como candidato a rector, imaginaos. Los pelos de punta.

Faust, de Alexander Sokurov
Entre la comedia ligera e inocente y el drama más demoledor, Sokurov traslada el mito a su territorio, manejando al espectador como un títere al que transmite el agobio inmediato de los recovecos por los que se van moviendo los siniestros personajes durante la mayor parte del metraje, así como la intensidad e inmensidad de los espacios abiertos por los que discurre el espeluznante y hermosísimo tramo final.

Low Life, de Nicolas Klotz y Elisabeth Perceval
Si La question humaine retomaba un texto de Shoah, de Claude Lanzmann, para reflexionar a propósito del juego de sumisión entre la empresa, como ente totalitario, y el asalariado, aquí el duo Klotz/Perceval recupera Le diable probablement para enunciar un ensayo de factura, lógicamente, bressoniana sobre el control que el poder ejerce sobre la sociedad, utilizando, no tanto como excusa, sino como ejemplo, las políticas de inmigración en la Francia de Sarkozy, a pocos meses de unas presidenciales en las que la perspectiva de acabar con el gobierno de la UMP parece posible, aunque preocupa el rol que pueda desempeñar Marie Le Pen, a la que las encuestas de intención de voto otorgan alrededor de un alarmante 20% de los apoyos.

Life without Principle, de Johnnie To
Para el que se temiese otro Don't go breaking my Heart, el consuelo de que aquí, aunque no se produzca un solo tiro a lo largo de todo el metraje, sí que hay violencia en pantalla. Sin grandes set pieces, pero sí con muchísima mala leche en una patada en las narices del sistema financiero más que coherente con la filmografía del hongkonés.

Miércoles 23

Los pasos dobles, de Isaki Lacuesta
Ensayo fílmico plagado de imágenes y recovecos por los que resulta fácil perderse si no se le conceden los cinco sentidos a tiempo completo. Como uno se dedique a pensar en la cenorra que se va a pegar con las dietas que le paga el periódico, se perderá un espectáculo que merece mucho la pena.

Eighty Letters, de Václav Kadrnka
Festivalada ad-hoc que resulta especialmente insultante dada su condición de autobiografía, barnizada con todos los vicios del cine que solo tiene "de autor" las intenciones. Silencios, planos sostenidos que no conducen a ningún lugar, salvo a festivales como el de Berlín o el de Gijón que han caído en las telarañas de un mercenario del séptimo arte.

Hors Satan, de Bruno Dumont
El premio gordo con las dos aproximaciones de Gijón. Como el francés, otro protegido del festival, Reygadas, había tratado de realizar una jugada similar en Luz silenciosa, pero aquella instalación se desbarataba a poco que la rozases al pasar; sin embargo, todo aquí funciona a las mil maravillas, Dumont puro, con los mismos personajes, encarnados por cuerpos diferentes, donde se lleva el laconismo por bandera; casi deficientes mentales, casi niños cuya expresión solo tiene cabida a través de los sentimientos y los actos totales.

Sábado 26

Stereo, de VV.AA.
Agradable colección de cortos con factura portuguesa, entre cuyos firmantes se reconocen nombres como el de Sandro Aguilar, que hace unos años colocase Gijón a sus pies con su brillante opera prima, A zona. Todos muy breves, se agradece que no traten de aprovechar al máximo el tiempo del que disponen, saturándolo, sino que simplemente cuenten lo que tienen que contar. Ni más ni menos.

Palacios de pena, de Gabriel Abrantes y Daniel Schmidt
Fábula en forma de cortometraje que, en su tramo central, abandona lo que estaba contando para entrar en otra metafábula, a través de los labios de la abuela, la narradora de esto. Libérrima, transmite en todo momento lo que sienten sus realizadores, sin estar maniatados ni por una narrativa convencional, ni por un estilo determinado. Esto sí que es arte.

Música campesina, de Alberto Fuguet
Más que sobre el inmigrante, una reflexión reposada sobre la mitosis que la cultura del anfitrión ejerce sobre la del huésped, un fenómeno que habitualmente se disfraza con términos positivos como "integración", pero que tiene más de alienación: reemplazar, en lugar de sumar. Desgraciadamente, Fuguet opta por una solución similar a la que Médem emplease años atrás en Caótica Ana, aunque, por fortuna, resulte menos escatológica: harto de tragar, el protagonista busca una redención demasiado obvia a través de una guitarra y un micrófono.

Au bord du monde, de Cécile Bicler y Hervé Coqueret
Primero de los tres mediometrajes (a continuación, los siguientes) de la selección de la productora Mezzanine Films y el más resultón de todos, con una historia que oscila con éxito entre el drama absoluto de un Azul, de Kieslowski, y el terror de arte y ensayo de Trouble Every Day.

Vourdalak, de Frédérique Moreau
Menos afortunada la segunda entrega, empeñada en forzar un humor que se pretende francés clásico, con señorín paranoico y chica que le sigue el rollo (volviendo a aquella trilogía del polaco, esto sería Rojo), pero se queda en el intento.

Petit tailleur, de Louis Garrel
Historia de amor con más ganas de ser preciosa que resultados tangibles. La que sí lo es, quizá incluso más gracias al blanco y negro que la retrata, es Léa Seydoux, que devora la pantalla desde el primer momento en que aparece.