22 mayo, 2010

Pena

Comparto hoy con vosotros una reflexión que, a bien seguro, os habíais planteado ya en algún momento, aunque no os atrevieseis a exponerla por miedo al qué dirán.

Uno de los propósitos estrella en los reportajes televisivos, desde sus comienzos, es el de conmover al espectador; conseguir la lagrimita, vaya. ¿Qué temas son los más acertados para este cometido? Pues la pobreza, los niños o, directamente, los niños pobres.

Aquí viene mi tesis: el género de mendicidad infantil está mal planteado. El espectador de clase media no puede sentir lástima por una vida que se pinta superchula: muchachos que se pasan el día jugando en la calle, sin lavarse y esnifando pegamento.

En primer lugar, la calle no suena precisamente terrible para el oficinista que trabaja diez horas al día encerrado en un cubículo sin luz natural o para el que tira ese tiempo en un almacén; al contrario: es una imagen de libertad, el espacio abierto frente al enclaustramiento, el movimiento ante la quietud.

En cuanto a la suciedad, hay algo en ella también de romántico y atractivo. El ejecutivo más encorbatado se va una vez al mes a darse un baño de barro; en un mundo de asepsia, la mierda ejerce sobre nosotros una seducción irresistible.

Y, por último, el pegamento. ¿Quién no se ha tirado un rato olisqueando un rotulador de los gordos, un tubo de Supergen o el aroma de una gasolinera? No os atreváis a levantar la mano, porque sé que todos lo habéis hecho; es más, lo hacéis en cada ocasión en la que os acercáis a cualquiera de estos productos.

Seamos francos: todos envidiamos a los niños pobres, o la imagen que las cámaras muestran de ellos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario