Es un óbito, sí, pero diminutivo. Diminutivo porque hasta en la portada del periódico en el que trabajaba ha sido ensombrecido por la muerte de un futbolista, y diminutivo porque el 99% de las personas que han opinado sobre su muerte lo han puesto a caldo. El 1% corresponde a sus conocidos más cercanos, porque no estoy muy seguro de que este hombre tuviese (ni quisiese) amigos. Obito también porque, para casi todos, el señor que se ha muerto no era el que escribía, sino el que se enfadaba por televisión reclamando más tiempo para su obra.
A mí también me ha importado un carajo; no por lo repelente de su carácter, algo en común con otros autores tremendamente admirables, como Fernando Fernán-Gómez, sino porque jamás he leído un libro suyo, ni encontrado el menor aliciente para acercarme a ellos, convencido de que era más un producto de grupo editorial que realmente un autor a considerar, impresión reforzada por los premios que se llevó (el Príncipe de Asturias echa para atrás a cualquiera) y por la mala impresión (no por polémico, sino por poco interesante) causada a través de lecturas ocasionales de su columna.
Pero si escribo esto no es sino para reseñar algo increíblemente entrañable, que baja al mundo y hace más humano al señor de la bufanda y las gafas.
la investigadora Anna Caballé reveló hace tres años en su libro Francisco Umbral, el frío de una vida, una vida que el autor desautorizó [...] descubrió [...] la partida de nacimiento del autor, nacido Pérez Martínez --Umbral es un apellido inventado-- en una inclusa de Madrid, donde su madre, leída hija de campesinos emigrados a Valladolid, dio a luz al pequeño Paco al margen del padre, a quien él no llegó a conocer jamás. La versión de Caballé choca diametralmente con los recuerdos del escritor que en los últimos tiempos llegó a evocar a su padre, según él, un azañista propietario de unos laboratorios farmaceúticos encarcelado en Madrid durante la guerra, que murió poco después de acabada la contienda. [1]Lo que no hace sino confirmar que, en realidad, el Umbral gritón, el Umbral de la bufanda, el Umbral cuya mente vivía permanentemente en el Café Gijón, no era más que un personaje (el mejor) que él había creado. Tan patético como el Luys Forest de La muchacha de las bragas de oro, pero sin follarse a Victoria Abril.
[1] lavozdeasturias.es/noticias/noticia.asp?pkid=361884
Tenía una gran inventiva verbal, liberada de toda atadura con el rigor lingüístico o con la semántica. El lenguaje era para él la pólvora del pirotécnico, no la del ingeniero ni la del minero. Nunca bajó a las profundidades, sino que se quedó en las pinceladas de color que manchan por las noches el cielo y luego desaparecen, sin más propósito que un asombro pasajero y un aplauso.
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