Aunque ahora lo neguéis, que lo negaréis, todos nos mondábamos con el acento texano de Aznar, adquirido tras compartir unas pocas horas con el presidente Bush en su rancho. Nótese que me incluyo, pero bien que me arrepiento: aquello fue un error imperdonable.
Si hay algo que caracteriza a un líder, más allá de vestir gracioso y despertar la envidia de todo el mundo, es la manera en que su tono de voz halla acomodo entre quienes lo rodean y, especialmente, en los que aspiran a sucederlo y están capacitados para ello.
Un ejemplo que ilustra esto de manera que cualquiera lo podrá entender es el de la escuela García: José María, el dominador incontestable de las ondas hertzianas (y también de la radio) durante varias décadas en el Estado español, tenía la curiosa capacidad de contagiar aquel peculiarísimo tono de voz a todo su equipo de colaboradores (amén de al odioso niño que lo imitaba en todos los programas de la Antena 3 de los noventa, aunque de eso ya he hablado).
El imitador más acertado, al que por momentos había que distinguir del imitado a través de una marca de nacimiento, era Agustín Castellote. Él y no otro resultó, por tanto, elegido por García como sucesor, ocupándose de su programa en Onda Cero cuando las desavenencias entre Butano y Antena 3 pusieron fin al carísimo proyecto con sabor a fracaso rotundo. Diez años después, aún sigue dando guerra, y es el responsable del late night deportivo de Punto radio, que se conoce que alguien escuchará. A saber.
Otro cuyo influjo determinaba la manera de hablar de media redacción era Alfonso Arús. No tanto el que regalaba una videocámara Panasonic de cinco toneladas para estrenar los noventa en Vídeos de primera, sino el que a finales de esa misma década tenía un emporio montado entre las televisiones del ámbito catalán y las radios estatales. Un espacio emblemático de ese período lo constituyó el Ya te digo, un magazine casposo donde se contaban siempre los mismos chistes mientras se comentaba la primera edición del Gran hermano: toda mi generación lo escuchó y nadie sabe muy bien por qué.
El caso es que Arús compartía las labores de presentación con Albert Lesan y José Miguel Cruz. Y, salvo que el oído de uno responda incluso a los silbatos de perro, no había allí Dios que distinguiese las voces de esclavos y amo. Lo curioso es que el resto de imitaciones, que constituían la columna vertebral del programa, estaban más bien poco logradas, por decirlo de una manera suave.
Por supuesto, y como vengo desarrollando en la teoría que expongo, ambos lograron puestinos muy bien plantados en la radiofórmula española, despertándoles las mañanas a aquellos que, voluntariamente, eligiesen esa tortura.
Es por ello que la adquisición de acento no constituye ningún ridículo, ni es muestra del supuesto complejo de inferioridad que algunos le atribuían a nuestro ex-presidente, aprovechándose de su modesta estatura para hacer el chiste fácil: la capacidad de imitación es la marca del mesías, el sello que define al sucesor.
Si no fuese por aquel momento de lucidez en el remoto rancho, quizá Josemaría no comandase hoy con mano de hierro y corazón de melón las políticas geoestratégicas de la vieja Europa desde su fundación FAES.
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