31 diciembre, 2010

Tibieza

Voy a expresarlo sin ambages: estoy harto. Pero harto, harto. Aunque tenga que colocarme la casaca (o la casulla) de tertuliano de Intereconomía para ello, hoy voy a defender al de ahí arriba; sí, a Dios.

La causa que despierta mi cólera la constituyen las felicitaciones navideñas; las postalicas, los christmas. Ya sabéis de lo que os hablo. Si hacemos una estadística con los motivos más repetidos en estas tarjetas, el liderato incontestable lo ostenta Papá Noel (la única persona con más de quince nombres que no se adscribe a ninguna de las familias reales), posición dominante que incluso se incrementaría si le sumamos las que emplean su gorro o sus renos; los puestos de honor restantes los ocupan copos y muñecos de nieve, abetos decorados con bolitas y guirnaldas, los Reyes Magos y, horror, los regalos.

¿No echáis algo en falta en esta lista que se precia de ser altamente exhaustiva? Empieza por la de. ¿Nada? ¿Seguro? Hablo de la De, la De de Dios.

Aunque los espurios intereses de El corte inglés y la tendencia a lo hortera y el kitsch hayan convertido en anécdota el acontecimiento cuyo aniversario se celebra durante estas fechas, Loquemola se erige en ariete del respeto a la Historia (que escribo con mayúscula no en cuanto disciplina, sino porque me refiero a la recogida en las Sagradas Escrituras) y reclama la presencia obligatoria de alguna de las tres manifestaciones de la Santísima Trinidad en todas y cada una de las tarjetas que se repartan, ya sea impresas o de manera virtual, pues la obra de Cristo debe ser difundida de todas las formas que la tecnología, obra del hombre y, por tanto, Suya propia, permita.

Si os avergonzáis de la herencia cristiana responsable de la tradición actual del Estado español, en toda su plurinacionalidad, simplemente no enviéis estas estampas, que en nada se diferencian de colocar los Power Rangers en el Belén. Las cosas, si se hacen, se hacen bien. Y, por supuesto, nada de colocar a Santa Claus en los balcones: que los escale Nuestro Señor, que se basta y se sobra, sin trineo trucado ni nada.

Eso, que feliz 2011 a todos y todas.

24 diciembre, 2010

Fin de la década

En cosa de una semana se acaba la década. Otra vez. Porque una cosa buena que tienen las décadas y les falta tanto a los años como a los siglos es lo de que empiezan y acaban cuando se le pone a uno en los cojones.

Este tema, quizá el más polémico y menos recomendable para la mesa de Nochebuena, enfrenta dos posturas irreconciliables: para empezar, la de aquellos que comprendemos la naturaleza abiertamente no ordinal de esta etiqueta, que solo permite manejar en cada instante diez elementos (a día de hoy, desde los años veinte del siglo pasado hasta los diez del presente) y que establece sus límites, por pura convención, a partir de la cifra de las decenas del año. La RAE y la Wikipedia están con nosotros. Lo dejo como dato.

Y, por otro lado, la de los mamarrachos que pretenden contradecirte tomando como base un supuesto rigor matemático que, siempre según sus argumentos, dada la inexistencia del año 0, obligaría a que las décadas comenzasen en el año 1 y, por tanto, fuesen del 1 al 10, del 11 al 20 y así sucesivamente, hasta llegar desde 2001 hasta 2010. Estos despreciables listillos guardan bajo la manga un arma secreta con la que pretenden desbaratar tu argumentación: la pregunta "¿Entonces cuál es la primera década después de Jesucristo?". Cuya respuesta no podría ser más sencilla; la que comprende desde el año 10 hasta el 19. Ahora que me expliquen ellos cómo es posible que el año 1960 no se incluya en la década de los sesenta. Si tienen huevos.

De todas maneras, y a pesar de la repugnancia que me produce el segundo grupo, ya adelanto que este año no solo cerraré el período en Loquemola con el resumen de lo mejor y peor acontecido durante los últimos 365 (el tema de los años bisiestos daría para diez entradas, por lo menos) días, sino que a esa crónica la seguirá otra de la última década. Pero la buena, la que acabó en 2009 y sobre la que no escribí en su momento por el simple hecho de que me restaban demasiadas películas, demasiados discos y demasiados acontecimientos por ver, escuchar y analizar. Ahora es la ocasión.

Alguien podría tacharme de oportunista e interpretar que me subo a un carro en el que ni yo mismo creo por mera conveniencia. Estará solo un poco en lo cierto.

08 diciembre, 2010

Festival de Gijón, resto de días

Completo, que ya era hora, las crónicas del Festival. Como no dispongo de teléfono de aludidos, emplazo a quien se considere menoscabado (o mascabado) a utilizar los comentarios para hacerme llegar sus pareceres. O insultarme, si es solo un poco.

Domingo 21
Alamar, de Pedro González-Rubio
¿Pensaría el autor de esto que nos íbamos a tragar una historia de comunión con la naturaleza que cuenta entre sus protagonistas con una gaviota con Blanquita por nombre? En caso afirmativo, acertaba plenamente, puesto que esta ha sido una de las propuestas más aplaudidas en lo que llevamos de festival, y raro sería que se marchase de vacío (a posteriori añado que se va con las manos en los bolsillos; por una vez se ha hecho justicia).

Y no es para menos, puesto que se apuesta sin rubor por la complacencia, el buenrollismo y el fernandoleonismo. Lo que le ha permitido a González-Rubio estrenar por todo lo alto en media Europa.

Des filles en noir, de Jean-Paul Civeyrac
Combinando el clasicismo en la estructuración narrativa o los recursos formales y la contemporaneidad de nuevas aportaciones a la manera de contar una historia, como la presencia permanente del teléfono móvil como uno de los personajes más decisivos de la trama, Civeyrac logra trascender la sección Enfant terribles, en la que, incomprensiblemente, se programa su última obra, y lograr una obra de gran madurez.

Tuesday, after Christmas, de Radu Muntean
Drama familiar de esos en los que las críticas utilizan palabras como escalpelo o radiografía. Tan fría como correcta, su victoria en el Festival no habrá provocado, imagino, ni grandes aplausos ni sonados chascos.

Lunes 22
Año bisiesto, de Michael Rowe
Si tuviese que resumir este film en solo dos palabras, sin duda, estas serían Carlos y Reygadas; aunque, en realidad, la economía sintáctica me haría alejarme de la fidelidad a la obra, puesto que, en realidad, y aunque se conserva el gusto por el morbo, el feísmo y la transgresión prefabricada que caracteriza a la obra de su compatriota, Michael Rowe es mucho más cobarde y, aunque parezca mentira, muchas veces prefiere sugerir a mostrar, como si se avergonzase de la casquería que nos ofrece.

Por si fuera poco, se las arregla para destrozar la defensa que le pueda procurar el mejor abogado al desdecirse durante el tramo final del discurso pesimista que llevaba todo el metraje trazando.

Tilva Ros, de Nikola Lezaic
Detrás de la vituperada Jackass se encontraba un realizador de manifiesto prestigio en su labor dentro del mundo del videoclip y algo más controvertido como cineasta: Spike Jonze. Esto da pie a que, como alguno ya intentó, con escaso éxito, a propósito de la participación de Takeshi Kitano como maestro de ceremonias en Humor amarillo, se trate de buscar una determinada profundidad en las autolesiones que se inflige el grupo de mamarrachos.

Aquí se tira por la calle del medio, acercándose a las vidas de los protagonistas de una versión serbia amateur de aquel programa.

Martes 23
Invernadero, de Gonzalo Castro
Reflexión hecha con cuatro duros (la secuencia de créditos no supera los diez nombres) sobre las relaciones entre el personaje del escritor y la persona, a través de un atinado juego de máscaras en el que las boutades dejan paso, muy de vez en cuando, a confesiones menos juguetonas.

Víctor Erice: Paris Madrid allers-retours, de Alain Bergala
Uno de los platos más contundentes del certamen, tanto por la poderosísima presencia de Víctor Erice en el episodio de Cinéastes de notre temps que dirige Alain Bergala, como por la posterior charla que enfrentó a documentalista y documentado con el público.

Cinéfilos de toda clase y condición (que podían ser solo de toda clase o solo de toda condición, pero no: concurrían ambas circunstancias) se emocionaban al unísono mientras escuchaban las palabras de un Erice que no paraba de referirse a la frustración que le han causado sus dos proyectos fallidos: El sur, mutilada por el productor, y El embrujo de Shanghai, cuyo guión fue rechazado por Andrés Vicente Gómez tras varios años de trabajo.


Miércoles 24
Todos vós sodes capitáns, de Oliver Laxe
Aguda reflexión sobre las limitaciones de la mirada cinematográfica, con un giro a mitad de metraje no menos memorable que el de Psicosis. El cineasta, interpretado por el propio Laxe,descubre su incapacidad para acercarse a la realidad sin convertirla en artificial, mientras que solo a través de una mirada inocente la cámara se despoja de su pecado original.

A pesar de las múltiples limitaciones que supone una ópera prima, y de algunas imágenes, sobre todo durante la segunda parte del metraje, que se pueden interpretar como concesiones festivaleras, el gallego pasa inmediatamente a los primeros puestos de cineastas prometedores dentro de nuestras fronteras.

Orly, de Angela Schanelec
Historias que se entremezclan en el aeropuerto de París-Orly. A pesar de la aureola de líder que rodea a la Schanelec dentro de la Escuela de Berlín, es difícil señalar algún detalle que haga destacar este título sobre el resto de obras seleccionadas a lo largo de esta sección, o por encima de los muchos retratos corales que hemos sufrido desde que Altman nos deslumbrase con sus Vidas cruzadas.

Jueves 25
El ladrón, de Benjamin Heisenberg
Enésimo discurso a propósito de la alienación en las sociedades contemporáneas, estructurado aquí a través de un hombre que, a la salida de prisión, trata (en vano) de romper todo vínculo con el mundo que lo rodea, para dedicarse en exclusiva a una vida que compagina los focos del éxito atlético y la ocultación del criminal, ligadas ambas por una inquietante máscara (desgraciadamente, no con la cara del Papa o de Bush hijo, como reconoció el cineasta haber planeado, en la charla posterior al pase).

Le pont des arts, de Eugène Green
Todos los tics (para bien y para mal) del cine de Green se reúnen de nuevo para una reflexión sobre el arte, que cuenta con la complicidad, en forma de cameo, de muchas de las figuras que lideran el cine francés contemporáneo, además de con otra sensacional actuación de Adrien Michaux.

Viernes 26
Aurora, de Cristi Puiu
Lo primero que llama la atención de Aurora es su larguísima duración, unas tres horas que suenan especialmente duras intercaladas en el ritmo de un festival; empero, una vez que se apagan las luces, Puiu toma de la mano al espectador y logra que olvide por completo la noción del tiempo, incluyendo, además, tras un período prudencial, la correspondiente bofetada fílmica que pone a uno en guardia de nuevo.

Meek's Cutoff, de Kelly Reichardt
Para la mayoría, la película más esperada del festival, con todo lo que esto conlleva en lo relativo a expectativas que se pueden defraudar; sin embargo, Reichardt consigue desbordar al más optimista presentando esta obra maestra a la que no se puede poner la más mínima pega.

El mejor western en los cuarenta y tres años que han transcurrido desde The Shooting consigue filmar a gente perdida en el desierto sin que nos acordemos de Gus van Sant en ningún momento; un poco de Ford, en todo caso. Eso el que encuentre tiempo mientras la disfruta para acordarse de cualquier cosa que no sea esta joya, claro.

Blue Valentine, de Derek Cianfrance
Dramón juvenil destinado al público casual y que no puede marcharse (como escribo esto cuando ya se ha publicado el palmarés, certifico que así ha sido) de Gijón sin premio.

Canciones chulas, desenfado y planos-postal, todo sometido a la búsqueda de lo cool, sin lograrlo en ningún momento. A pesar de Michelle Williams, que, si en la película que antecede a esta tenía su cara, aquí se lleva la Cruz de San Jorge. Por lo menos.


Sábado 27
Until the Next Resurrection, de Oleg Morozov
Documental sobre la cara oculta (en realidad, no tanto) de Rusia,aproximándose a los mundos de la droga y la prostitución con una mirada sorprendentemente afable, muy distinta a la de un Callejeros cualquiera. Sin olvidarse en ningún momento de los drama que retrata, se logra una cierta belleza en el enfoque elegido.

Varias obras, de Reynold Reynolds
Entre el vídeo arte, etiqueta que sería fácil de colocarle a varios de los cortos presentados por Reynolds en Gijón, y el cine, al que se adscribe, sin ninguna duda, algo como Sugar, siempre apostando por atacar a todos los sentidos, con obras altamente palpables y degustables, en las que se logra también una sensación similar a la del Odorama (esa cocina), Reynolds logra la difícil meta de que una sección de las más alternativas no pase completamente desapercibida entre los espectadores.

Cold Weather, de Aaron Katz
Planteamiento muy similar al de la brillante serie de la HBO Bored to Death: una simpática historia de detectives amateurs como excusa para una producción independiente sobre la amistad (aquí, entre hermanos) y vidas errantes que están a medio camino entre la juventud y la madurez.

Oki's Movie, de Hong Sang-soo
Sang-soo se impone cada vez mayores restricciones, no solo presupuestarias, sino también argumentales, para llevar a cabo sus películas. Y lo cierto es que le salen como churros, sin menoscabo de la calidad.

Un love triangle (el punto de partida más gastado desde que el cine es cine, e incluso puede que antes) que va observándose desde cada uno de sus vértices, en respectivos episodios que alcanzan una entidad propia, sin que ello perjudique al conjunto.

21 noviembre, 2010

Festival de Gijón, día 2

Segundo día, centrado en el cine alemán y en noventa boquerones fritos, que luego se conoce que eran sardinas.

Sábado 20
Flascher Bekenner, de Christoph Hochhäusler
Viaje al fondo de la mente de un joven que, como no sabe qué hacer con su vida, decide intervenir sobre las ajenas. Con algo de Van Sant, un poco de Cronenberg, y, afortunadamente, nada de Fernando León de Aranoa, admirable por su ensayo sobre la alienación, con las entrevistas de trabajo y las conversaciones en las que resulta obligado reemplazar la personalidad con la fórmula o la cara con las máscaras que protagonizan la escena más memorable de la cinta.

La vida sublime, de Daniel V. Villamediana
Retorno al festival de una de las figuras más relevantes del cine español contemporáneo, tanto en su labor crítica (a través, principalmente, de la iniciática revista Letras de cine), como de guionista (papel que lleva a cabo en las dos primeras películas de José María de Orbe) y director.

Tras El brau blau, que presentó en Gijón hace un par de años, Villamediana, como entonces, parte de una idea muy buena, excelente, como lo son todos los planteamientos que le conozco (¿cómo discurre la vida de una repartidora de publicidad? ¿es suficiente querer que haya un toro para poder torearlo?); concretamente, el recorrido a través del pasado familiar, tomando ventaja del olvido para darle color a todas las estampas que no lo satisfacen completamente.

Un viaje que, en cierta manera, actualiza de manera díptica la obra de José Val del Omar, a través de los campos de Castilla y las casas encaladas andaluzas que deja tiempo para lo mejor, como la impresionante estampa de la tierra castellana bañada por las olas artificiales de los aspersores o la física escena de las noventa sardinas fritas, con el protagonista, el excelente Víctor Vázquez, sudando a chorros para lograr su objetivo falsificador. Y, al lado de esto, diálogos absolutamente sobreros, con escenas tan sangrantes como el absurdo poema, o la conversación con el actor más lamentable que he visto jamás en una pantalla, Álvaro Arroba, dentro de una conversación repleta de guiños innecesarios al espectador cómplice.

Villamediana es un excelente guionista, pero su carrera como director avanza con un ritmo, aunque prometedor, bien distinto. Aunque no sería justo si no señalase la obviedad de lo complicado que resulta pasar del plano de las ideas al de los hechos con presupuestos tan reducidos.

Klassenfahrt, de Henner Winckler
El puesto de referente contemporáneo en lo que se refiere a viajes iniciáticos adolescentes y a triángulos amorosos abordados desde el punto de vista geek está ocupado con firmeza por Adventureland; la gamberrada juvenil que deriva en un sentimiento de culpa que no se va del cuerpo por mucho que se intente ya la mostró Gus van Sant como nadie en Paranoid Park.

Entonces, ¿qué papel juega este pastiche que precede a ambas en el tiempo? Más allá de su bastante fidedigna recreación de un viaje de estudios, resulta torpe tanto en el trazo de los personajes y aquello que los mueve, como en el desarrollo de las situaciones en las que se ven envueltos.

20 noviembre, 2010

Festival de Gijón, día 1

Como todos los años, y van ya cinco¹, comienzo con un párrafo completamente formulario mis crónicas del Festival Internacional de cine de Gijón, que abrió ayer su cuadragésima octava edición.

Viernes 19

I'm still here, de Casey Affleck
Una especie de Jackass (programa que tenía entre sus impulsores a Spike Jonze) con Joaquin Phoenix haciendo el burro. Desgraciadamente, Casey Affleck se cree que, por haber actuado a las órdenes de Gus Van Sant, puede hacer su propio Gerry, intercalando entre las payasadas, de las que destaca especialmente la aparición en el programa de David Letterman, fragmentos de vídeo casero y escenas de búsqueda interior con exploración del terreno.

Menos arriesgada de lo que presume, con todo, deja más de un momento para el recuerdo, la mayoría de ellos protagonizados por Puff Daddy, que parece ser el único de los participantes que no se ha dado cuenta de la monumental broma, lo que da pie a arranques de sinceridad como el que le dedica a Affleck a propósito de su participación en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford. 

Por tu culpa, de Anahí Berneri
Algo que comienza como la requetevista propuesta festivalera consistente en agobiar al espectador a través de situaciones incómodas envueltas en planos demasiado cercanos, en los que se puede oler el sudor, palpar la sangre, atravesar los poros de la cara de la protagonista, adquiere entidad a partir del ecuador de la cinta, cuando se comienza a desarrollar algo parecido a un discurso; de corte abiertamente conservador, pero no por ello menos discurso.

La nota negativa se la lleva la horrenda proyección, con abundante píxel y, sobre todo, con el aspect ratio equivocado, que convirtió a todos los actores en absurdos carapanes.

Toutes les nuits, de Eugène Green 
La opera prima del francoamericano, con la que se abre la retrospectiva que se le dedica este año. Deliciosamente ingenua (tanto en su representación de las relaciones humanas, la amistad y las pasiones, como en su acercamiento a los hechos de mayo de 1968), presenta ya todas las obsesiones y marcas de estilo que caracterizarán el resto de su obra, como los diálogos en dolorosamente perpendicular plano/contraplano o el paso del tiempo.

La primera retrospectiva verdaderamente relevante desde la dedicada hace ya cuatro años a Bruno Dumont. Gijón puede, debe y sabe compatibilizar a estos cineastas ya consagrados con propuestas más vanguardistas y arriesgadas.

¹ Pues eso.

16 octubre, 2010

Sociedad

Cuando Fincher nos muestra a Mark Zuckerberg, creador de Facebook, como un cretino, durante la escena que sirve de introducción para The Social Network, no solo está (además de desplegando algunos elementos cuyo papel oscilará entre la anécdota, como el remo, y el McGuffin que desempeña la Rosebud de carne y hueso a la que le toca recibir la perorata) presentando a la figura alrededor de la que se articula el discurso fílmico en su totalidad, sino también a la propia narración, cuyo montaje, confuso al principio, caprichoso siempre, inconexo las más de las veces, sigue el ritmo de la conversación de su protagonista.

A pesar de que en un vistazo somero nos parezca reconocer un retorno a los orígenes (al que también contribuye que se asocie de nuevo con Trent Reznor, líder de los congelados Nine Inch Nails, que aquí está a cargo del score y en Seven había dotado a los comentadísimos créditos de fondo musical) del responsable de The Game, cuya obra comenzó marcada por sus antecedentes como director de videoclips, las elecciones narrativas no responden a la voluntad del cineasta de dejar su marca sobre la cinta, sino, más bien, a canalizar la tarea de conductor que recae, de manera indiscutible, sobre el propio Zuckerberg, encantado con el perfil que de él se traza durante la película: su drama no reside en su comportamiento frío y carente de empatía; el problema es que actúa así por voluntad propia y está encantado.

El único momento en el que la visión del joven magnate y el punto de vista de la película divergen coincide con los rótulos sobreimpresos que, pagando el tributo que no perdona el (nada reprochable: es obvio que se trata del principal reclamo comercial, pero hace ya tiempo que dejó de considerarse un demérito ganar dinero) formato "based on a true story", informan de los multimillonarios resultados de los juicios, cifras que para el CEO de Facebook suponen mera calderilla ("una multa de tráfico", se explica), y cuya importancia reside nada más y nada menos que en la derrota moral para el hombre que no acostumbra a mirar atrás, salvo, precisamente, en el instante de la película donde se le intuye un principio de humanidad, y que es el que acompaña a esos títulos. Una humanidad en la que el teclado funciona como un intermediario imprescindible, habida cuenta del desastroso resultado del fortuito acercamiento previo, en carne y hueso, tras su ruptura. No olvidemos que durante todo el metraje se hace hincapié (se pronuncia explícitamente en varias ocasiones) en los pocos amigos que tiene el hombre cuya aclamada obra consiste en una red de amistad: el verdadero Mark solo existe aislado con los cascos y programando con su portátil.

Nótese que, en todas las ocasiones en que he mencionado a Zuckerberg, me refiero al personaje y no a la persona real, cuya vida y milagros desconozco por completo, salvo por la visión que se muestra en este filme, basado en un libro escrito por un señor y adaptado por Aaron Sorkin, el hombre detrás de El ala Oeste de la Casa Blanca, y cuyas relaciones con el cine no habían sido precisamente satisfactorias hasta la fecha. Y, ya de paso, aprovecho para reseñar el papel anecdótico que desempeña Rashida Jones, la comercial que irrumpió más rápida que una bala y con la precisión del bisturí de un cirujano plástico en la tercera temporada de la encarnación americana de The Office y que abandonó la serie un tiempo después tras la peor decisión que se recuerda en la historia de la pequeña pantalla, cuando Jim Halpert elige a Pam Beesly ante Karen Filippelli, el personaje que interpretaba Jones. Casi, casi tan mala como I love you, Man, que se cuenta entre lo más desastroso de la factoría Apatow y en la que ella era protagonista.

04 septiembre, 2010

Elogio de Gregorio Sánchez Fernández

El chiste es una de las formas más populares de narrativa, un género cuyo autor es siempre desconocido y en el que cualquiera puede reproducir las obras sin menoscabo del resultado final: tu cuñado te cuenta la gracia sobre la Infanta Elena, tú la cuentas en la oficina sin citar ninguna fuente y de ahí sabe Dios hasta dónde llegará. Es una cadena de la que todo el mundo desconoce el inicio y el final.

La trama ha tomado tradicionalmente un papel absolutista en el que la forma funciona como mero catalizador, en pequeñas dosis que oscilaban desde el omnipresente acento andaluz hasta los ruiditos y la imitación de un gangoso que caracteriza los trabajos de Arévalo.

Esto cambia con la revolución que llega a mediados de los noventa de la mano del inmundo programa que Pepe Carroll presentaba en la peor televisión que jamás ha emitido en España, el Genio y figura de Antena 3. El programa nace como vehículo para que varios graciosetes repitan las gracias más gastadas sobre la faz de la tierra, papel que ejecutan a la perfección anodinos cuentachistes (de entre los que, por razones que se me escapan, alcanzó el estrellato la insulsa Paz Padilla) hasta que, de repente, se hace el silencio en el programa. Un señor calvo se arranca con un zapateado mientras empieza a pronunciar palabras inventadas, espectáculo al que todo el público asiste boquiabierto.

Cuando acaba el chiste, nadie lo ha anotado en la agenda para contarlo al día siguiente entre los amigotes; es más, a muchos les costaría explicar en qué consistía (los más observadores recordarán algo de que le habían dado por el culo a un mono, a lo sumo), hipnotizados entre fistros, pecadores, el caballo que viene de Bonanza y unos chillidos inexplicables.

Es el nacimiento de un chiste contemporáneo en el que lo que se cuenta pasa a ser la anécdota frente al cómo se cuenta. Ningún sentido tendría repetir los gags con los que remata sus creaciones, concesión académica que este pionero del manierismo otorga de una manera descuidada, despreciando la necesidad de "un final", mezclando a menudo varios chistes tradicionales dentro de la misma obra.

Sus imitadores, entre los que destacó el despreciable Lucas Grijánder, copian con torpeza sus manos en la cadera y sus lagos blancos, sirviendo, a pesar de su manifiesta mediocridad, como pruebas del cambio de paradigma que supone la irrupción de este autor en la escena cómica.

Cuestionado, a la manera de Antonioni, por muchos que no fueron capaces de superar el desconcierto inmediato que producía su innovadora puesta en escena, pocos son, como ocurre con el italiano, los que con el paso del tiempo se atreven hoy a discutir el antes y después que marca Chiquito en el humor de nuestros días.

22 mayo, 2010

Pena

Comparto hoy con vosotros una reflexión que, a bien seguro, os habíais planteado ya en algún momento, aunque no os atrevieseis a exponerla por miedo al qué dirán.

Uno de los propósitos estrella en los reportajes televisivos, desde sus comienzos, es el de conmover al espectador; conseguir la lagrimita, vaya. ¿Qué temas son los más acertados para este cometido? Pues la pobreza, los niños o, directamente, los niños pobres.

Aquí viene mi tesis: el género de mendicidad infantil está mal planteado. El espectador de clase media no puede sentir lástima por una vida que se pinta superchula: muchachos que se pasan el día jugando en la calle, sin lavarse y esnifando pegamento.

En primer lugar, la calle no suena precisamente terrible para el oficinista que trabaja diez horas al día encerrado en un cubículo sin luz natural o para el que tira ese tiempo en un almacén; al contrario: es una imagen de libertad, el espacio abierto frente al enclaustramiento, el movimiento ante la quietud.

En cuanto a la suciedad, hay algo en ella también de romántico y atractivo. El ejecutivo más encorbatado se va una vez al mes a darse un baño de barro; en un mundo de asepsia, la mierda ejerce sobre nosotros una seducción irresistible.

Y, por último, el pegamento. ¿Quién no se ha tirado un rato olisqueando un rotulador de los gordos, un tubo de Supergen o el aroma de una gasolinera? No os atreváis a levantar la mano, porque sé que todos lo habéis hecho; es más, lo hacéis en cada ocasión en la que os acercáis a cualquiera de estos productos.

Seamos francos: todos envidiamos a los niños pobres, o la imagen que las cámaras muestran de ellos.

13 febrero, 2010

Manifiesto por un pronombre enclítico

Desde hace algunos años hay crecientes razones para preocuparse por el estado de los pronombres enclíticos, cuyo uso se ha visto reducido prácticamente de forma exclusiva al modo imperativo.

Analicemos, pues, a partir de diversos criterios, la idoneidad de colocar el pronombre antes o después del verbo:

Desde un punto de vista económico, la posposición pronominal convierte dos palabras en una y N caracteres en N-1, al eliminar el espacio que separábalas. Este ahorro puede parecer insignificante, pero lo mismo decíase del proyecto de American Airlines consistente en eliminar una aceituna de cada ensalada servida en clase business; sin embargo, los resultados hablan por sí solos, con una reducción de costes de 800.000 millones de dólares anuales. En un escenario de crisis mundial, es imperativo que el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero ponga manos a la obra en esta cuestión fundamental y legisle la obligatoriedad de lo enclítico.

La perspectiva ecológica llega íntimamente ligada a la financiera: la deforestación del Amazonas veríase aliviada con esta medida. La extensión de libros, cartas y todo tipo de documentos reduciríase en hasta un 10% con la aplicación de esta reforma, compatibilizando de una vez por todas la difusión cultural en papel con la protección de la naturaleza.

Lo humorístico tampoco es ajeno a lo enclítico: "observelo" es, indudablemente, más gracioso que "lo observé", como lleva años demostrando el humorista Javier Cansado, uno de los más destacados defensores de esta distribución pronominal a lo largo de toda su carrera, tanto en solitario como al lado de su inseparable Faemino.

Como summa de los puntos anteriores entra la moral, que solo permite alinearse a favor de esta propuesta, dadas las numerosas ventajas que supone y sus inexistentes perjuicios. Ser proclítico es ser cómplice del paro, del hambre en el mundo, de la destrucción del pulmón del planeta o los caracteres avinagrados.

En definitiva: políticamente, ser proclítico es ser facha.

Firmado por DetectiveLibrero, anccelottis, saó, Sr.Nadie, Pau y otros 7.300 intelectuales.

02 enero, 2010

Fin de una década

El 2009 que nos ha abandonado pasó de una manera bastante insulsa. Ligeros cambios políticos en Occidente, revueltas en América Latina, continúan las guerras de Iraq y Afganistán: lo de siempre. Ni siquiera tocaban Juegos Olímpicos, ni Eurocopa, ni Mundial ni nada de nada, salvo lo del baloncesto. Un rollazo de año.

Mejor película: 36 vues du Pic Saint-Loup, de Jacques Rivette, donde, a través de una trama tan y tan poco simple como siempre en su obra, uno se da cuenta de lo necesarios que eran los armatostes cercanos o superiores a las tres horas del francés.

Este apartado lo acompaño de Top 10:
  1. 36 vues du Pic Saint-Loup, de Jacques Rivette
  2. Trash Humpers, de Harmony Korine
  3. Singularidades de una chica rubia, de Manoel de Oliveira
  4. Yuki & Nina, de Nobuhiro Suwa e Hippolyte Girardot
  5. Los abrazos rotos, de Pedro Almodóvar
  6. La familia Wolberg, de Axelle Ropert
  7. Teniente corrupto, de Werner Herzog
  8. Hazme reír, de Judd Apatow
  9. Adventureland, de Greg Mottola
  10. Villalobos, de Romuald Karmakar
Mejor película española: Los abrazos rotos, de Pedro Almodóvar, estrella indiscutible en un año paupérrimo artísticamente y burocráticamente (el desastre con las subvenciones y posterior paralización, las amenazas de Guardans hacia los festivales), pero brillante en el plano económico para la cinematografía nacional, la única producción que se salva es este último Almodóvar, maravillosamente excesivo en su faceta autoral, repleto de referencias (los DVD de Rossellini y los libros de Tonino Guerra aparecen de la nada) y tan imperfecto que casi es perfecto.

Peor película: Avatar, de James Cameron, estandarte de una revolución que pretende que el cine del s.XXI adquiera los peores vicios de su predecesor, así como portavoz de la corriente por la que la calidad cinematográfica se mide en dólares de presupuesto y de recaudación.

Mejor disco: Merriweather Post Pavilion, de Animal Collective, al que he llegado tarde, cuando ya habían salido las listas de la mayoría de medios especializados, pero al que resulta imposible no rendirse: ha sido elegido de manera prácticamente unánime como álbum del año y por algo es. De forma adicional, destacar dos debilidades mías que han sacado nuevo trabajo durante este año demostrando que siguen en plena forma: Morrissey con su Years of Refusal y el Yes de Pet Shop Boys.

Mejor canción: Not Fair, de Lily Allen. Las campanas del pueblo resuenan al mediodía para anunciar el duelo en OK Corral con el que la inglesa se cobrará justa venganza por los miles de años de mamadas no correspondidas.

Mejor disco nacional: El primero era mejor, de Manos de topo, mucho más flojo que el primero, aunque coherente con la línea que aquel abrió. Como apenas he escuchado discos españoles lanzados a lo largo de 2009, subsano con esta categoría el error de no haber galardonado a este grupo cuando correspondía con el brillante Ortopedias bonitas.

Peor disco: El que ha sacado Sabina con el que nos han torturado en todas las emisoras de radio y televisión. Como se llame.

Peor canción: I gotta Feeling, de los Black Eyed Peas. Como siempre, este apartado refleja no solo la mediocridad, sino también el abuso de los medios, que la eligieron para abandonar el insoportable y fracasado desde el nacimiento movimiento olímpico Madrid 2016. En un segundo plano se quedan dos temas de 2008 que han seguido resonando en nuestras cabezas: Human y Viva la vida.

Mejor programa de televisión: Ilustres ignorantes, de Canal +, al que no tengo acceso ya que no estoy abonado a Digital +, pero que se puede ver a través de su web en plus.es. No se lo puede calificar de innovador, dado que, en esencia, es humor con sabor a años noventa a cargo de unos personajes con poca o ninguna cabida en la televisión actual: Javier Cansado, Pepe Colubi, Javier Coronas; precisamente por eso, es el argumento definitivo para acompañar al "cualquier tiempo pasado fue mejor". Porque Lo + plus, su referente inmediato, fue algo grande.

Peor programa de televisión: Callejeros, de Cuatro, formato de exploitation donde se recopilan las miserias en los barrios más deprimidos de las grandes ciudades españolas, buscando la carcajada fácil a costa del analfabeto y el desequilibrado. Por si fuera poco, su tremendo éxito ha provocado que la fórmula trascienda al resto de emisoras nacionales.

Personaje del año: Manuel Zelaya, cuya deposición forzosa ha logrado que durante una escasísima ventana temporal, Honduras existiese más allá de Tegucigalpa, ocupando titulares de los medios internacionales. Poco después, el tema se olvidó por completo, claro.